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Por qué la calle estaba vacía. Comencé a preocuparme, no tenía respuestas ni a nadie a quién cuestionar.

La noche desapareció en su propia oscuridad, su total existencia me dejó anonadado.

Pasaron los días, meses y años.

Me hallaba perdido, mis pensamientos habían determinado abandonarme hace tres meses, tropecé y ni dolor sentía. No pude explicar el fenómeno ni describir el objeto.

Sé que era inmenso, celestial, cruel.

Y llegué a la vehemencia.

Caminaba, caminaba, caminaba, caminaba.

Allá, aquí, allá, aquí.

Lejos, más lejos, invisible.

Parco, parca.

Rojo, labial, pétreo.

Vacío, nada, imperfecto.


El tiempo se volvió indivisible, anumérico, asimétrico, irreal.

Todos

Pasados de piedra

Y futuros minimalistas

Frente al sudor imaginario

Presente mío

¡sálvame!

¡llévame!

La gravedad convirtió al propósito de hombre en un agujero negro.

Germinan las olas

Y la hierba magra enmudece

Calla

Calla

Espíritu lacónico

Esencia

Y las puertas del Averno quedan abiertas.

Caja

Manecilla

Historia

Por qué la calle estaba vacía. Nadie la habitaba, nadie existe aún.
Un resquicio, la ceniza del ser.

Se levantan las palabras y nace aquél.

Nace y mis ojos lloran, se desvanecen en los suyos.

El mar, puño lacrimal.
La tierra, puño carnal.

El cielo, puño etéreo de las almas… que rondan solas, muy solas esta misma calle.

El libro de oro

Por la vereda del frente caminaban Julián y Natalia. A lo lejos se les veía inmersos en una conversación muy animada lleno de gestos y timbres elevados de voz.
–Julián, mi papá enloquecerá cuando no me vea en mi cuarto mañana por la mañana.
–Despreocupa, Naty –con un ligero aire de sosiego–. Mañana será otro día.
–¿Estás loco? –le espeta ella muy alterada– No, definitivamente prefiero contarle lo que pasó el fin de semana.
–Adelante, tú eres dueña de tus actos.
Cuando voltearon la esquina de la cuadra, Natalia se resbaló y Julián despertó del estado tan apaciguado en el que se encontraba.
–¡Ah!
–¡Naty! –arqueando las cejas.
Sus gritos a la vez quisieron reducirse al silencio, pero aunque tratase se le hacía difícil.
Un joven que manejaba bicicleta se les acercó.
–Disculpe, ¿puedo ayudar en algo?
–Ah no… gracias –mientras giraba la cabeza– ¡Sam!
–¿Disculpe?
–Sam, Natalia se cayó, pero creo que quiere jugar una broma porque no abre los ojos.
–¡Prima! –arrimando a Julián– ¡Prima, prima!
–Dile que abra la ojos –acotó.
–¡Está muerta!
La última palabra que se escuchó hasta las calles cercanas sonó en el corazón de Julián muchas veces como si los tambores se golpeasen entre sí.
Él miró hacia los costado y recordó que eran las mimas calles donde conoció a Natalia mientras ella estaba sentada leyendo un libro.
–Disculpa, amiga. No es que sea lanzado, pero estás leyendo mi libro favorito.
–¿Cómo? –abriendo los ojos con gran asombro– ¿A mí?
–Sí, desde que mi papá me leyó este cuento, siempre lo releo eventualmente.
–Ah… mi papá también me lo contó hace dos años –respondió con un gesto apático.
Aquella tarde fue inolvidable para ellos.
Meses después iban paseando por la Costa Verde.
–He enloquecido por ti, Julián.
–Yo también… creo.
–Eres gracioso –responde ella con mucho entusiasmo e ingenuidad.
–¿Vámonos de viaje?
–¿Adónde?
–A Arequipa.
–¿Con qué dinero?
–Ayer lo tomé de tu papá cuando se fue a dormir y dejó su libro favorito en la mesa, estaba guardado entre el capítulo I y II.
–¡Oh! No puedo creerlo –casi pasmada– Mi papá se pondrá furioso cuando se percate.
–Me buscará –muy tranquilo– Y si me busca, que me busque porque también no te verá.
–Oh, Julián… cuánto te quiero.
–Yo también, Naty.
Sus figuras se hacían pequeñas a la dirección del sol. Natalia no intuiría que al día siguiente su existencia acabaría en un simple resbalón. Julián logró su cometido: obtener el dinero para regresar a Arequipa porque el primer enamorado de Natalia, quien por despecho le había contado todo acerca de ella y regalado aquel libro argumentándole que ese libro valía oro.

Lucífugo

Las capas del horizonte se dividían y en una de ellas las nubes bajaban lentamente entre los cerros adoptando transparencia mientras eran devorados en la llama del tiempo disfrazado por una diadema con una insignia rojiza crepuscular, toda esa danza se veía reflejada en las ventanas, tras de una yo esperaba cargado de un poco de incertidumbre, agitaba las sudorosas manos entre el humedecimiento que traspasaba los bolsillos. El eco de las calaminas alborotaba el paso de los demás ante la caía de la granizada, en tanto, un manto nebuloso se esparcía por encima de todas las casas, uno que otro granizo chocaba a mi ventana: el romántico duelo. Los vientos se disputaban el espacio entre los fulgores del sol. Imaginé una lucha entre el humanoide molde (ayudado por un gran zumbel que arrojaba hielo y explotaba en pequeños granos) contra rivales en forma de zigzag. Intentaba capturarlos, aunque el ángulo obtuso de mis pensamientos tuvo cierta necesidad por huir del lugar aciago y mezclar mi cuerpo en el interior del agua y la luz.
Decidí bajar e ir a la plaza, abotoné una vieja casaca azul. Al bajar el botones del hospedaje se me cruzó y atiné dejarle un encargo por si llegase Luís, abrí la mampara mientras recordaba su trato nada afable cargada de su morbosa mirada, era un hombrecillo con el cabello corto y orejas puntiagudas prominentes.
La vereda tenía los contornos llenos de bloques blancos y aún caían los granizos como balas desde el cielo, giré la cabeza hacia la izquierda y sentí un leve dolor, aceleré el paso. Sólo eran dos cuadras más y podría llegar a vislumbrar la opacidad de la irracionalidad, de la exultación del líquido y la tierra y de los sueños fervientes antes de las seis de la tarde. Estaba parado como estaca en una de las esquinas de la plaza y me puse a observar, nadie permanecía sin movimiento, las pocas personas corrían de un lado a otro para refugiarse del tremendo dolor húmedo. Volví una cuadra a la derecha y busqué un teléfono público, marqué dos veces –ya que a la primera dudé si lo estaba haciendo bien– y contestó.
–Aló, ¿sí?
–Luís, te estuve esperando y como empezó a granizar pensé que tal vez te quedabas con tus tíos o te había pasado algo.
–No, nada, el carro con el que volvía se averió y estamos varados… creo que… –¿Aló?, Luís.
Marqué nuevamente y esta vez ni timbraba porque sólo chasquidos emitía el aparato. Una señora detrás de mí esperaba, la miré expresándole mi incomodidad, ella como satisfecha me devolvió la mirada.
–Cuando graniza así, no entran las llamadas.
–Ah… bueno, intentaré luego. Pase.
–Gracias, joven.

Preferí no estar sin hacer nada unos minutos luego me enrumbé al destino que mis intestinos deseaban, comencé a alejarme transitoriamente para posarme en el lecho tibio de la imaginación…
–¿Te levanto temprano?
–No, mañana sólo tengo el taller de fotografía y seguro estarán solicitadas las cámaras.
–Ummm… entonces hasta la hora que podamos.
–Sí.
–Qué tal bostezo.
–Con la boca bien abierta.
–Con tal que no despiertes luego y comiences a hablar, hablar y hablar.
–No sé por qué se me pegó esa costumbre.
–Y me la pegaste.
–A ver…
–Je, je, je.
–No soñaría si no tuviese imágenes antes.
–Prende la luz.
–Me da flojera.
–Mira…
–No –pausado–.
–¿Y ahora?
–Vamos a Tarma.
–¿Por qué?
–Allá te explico.
–Pero yo estaré este fin de semana en Ica para una conferencia.
–La semana pasada fue eso.
–Sale, aprovecharé para visitar a unos tíos.
–Si el tío eres tú.
–Y tú, el sobrino.
–Mejor primo.
–Ya, primo, continuemos.

Llevaba las zapatillas mojadas y parte del pantalón también, noté que estaba yendo lento y no me había fijado en los locales de comida para escoger, así que entré al primero a la vista.
Luego de comer unos alfajores con manjar blanco y beber una botella de agua mineral, salí. A ahora todo era sólo gotas de agua, los transeúntes aumentaron y la noche se impuso. Fue arreciando hasta cuando ya me encontraba en el pasadizo del hotel y miraba a una señorita esbelta que limpiaba los taburetes mientras el botones me lanzaba de lejos una mirada acosadora con rasgos de confusión.
–Su tío acaba de entrar y ya le di su encargo.
–Ah… sí, ¿se quedarán una noche más?
–Tal vez.
–Es que su estancia dura hasta mañana en la mañana.
–Voy a consultar.
–Está bien.
Luego de escuchar varias los ecos remitentes de su último dicho cargado de una incomodidad por no haber llegado a un tratado subí con lentitud.
Cerca de tocar la puerta en el segundo piso pensé salir, sin embargo, me interrumpí y proseguí. Toqué la puerta de la habitación 208.
Luís llevaba sólo la camisa verde empapada y un bóxer con manchas de barro.
–Hola.
(Un gesto vergonzoso salió continuado de un saludo gestual)
–Las llantas del coche te lanzó demasiado barro, estuvieron acelerando. Sí que no pasó por un buen tiempo movilidad alguna.
–Pero sí personas.
–Es notorio.
Él sonrió levemente acompañado de una mirada cansina encerrando unas ansias por decir algo más, los rubores conjugaban muy bien con su barba con restos de polvo.
–Cuando graniza en estas temporadas casi ni salen por una de sus tantas creencias, por eso vine en una ambulancia.
–¿Ya se te murió?–Voy a bañarme, porque no quiero que se me resfríe.
–Yo también estoy algo mojado y sucio.
–Luego el centrifugado.
La luna lucía temerosa entre dos nubes plateadas que recibían su luz tenue, lo largo del cielo se bañaba de un azul intenso que hacía el de las sombras una caída de los trémulos noctámbulos.

Luís ya se encontraba de pie llevando una chalina crema envuelta en el cuello, dando la espalda a la cama, yo entreabría los ojos varias veces aunque el sueño me poseía hasta que un susurro cálido se aproximó.
–Me afeitaré, luego saldré para arreglar unos asuntos.
–Ah…
–Nos encontramos a mediodía.
–Me llamas.
Fue una de las excelsas tibiezas húmedas que mi mejilla sintió, una eyaculación vespertina perdida en el infinito de mis músculos.
Escuché la puerta cerrarse y de pronto la luz de la mañana me remojó en ascuas la cien, entonces presentí que aquel día no iría tan lento. Eran tres días en total.
Un leve tintineo provenía de algún lugar, giré varias veces, no consolidaba ese algo queme llenaba de ansiedad.

Tocaron la puerta.
–¿Hoy se va?
–No, serán dos noches más. (Medio desorbitado)
–¿Se siente bien?
–Ah… sí, gracias.
–Veinticinco soles o cincuenta por los dos días.
Volví para buscar el baúl de madera mientras observaba su reflejo en el espejo lateral, llevaba los ojos muy abiertos y sin pestañeo fingiendo desdén hasta que se cruzó con el resto de la noche tirado en una esquina.
–Tome, ¿no quiere pasar?
–Cómo… si yo no soy ese tipo de personas.
–Para que lo pueda limpiar.
–Llamaré a otro personal…
Su figura desapareció más rápido que una intempestiva lluvia de aquella ciudad que resonaba en mi mente cuando sus pasos dejé de escuchar.

Cargué un lapicero de tinta negra medio desgastado, busqué hojas sin escritos y los metí dentro de Así habló Zarathustra y boté el separador que indicaba la página 45. La chalina azul de Luís estaba cerca y no dudé en colgármelo al cuello. Salí con el cuerpo medio tembloroso.

Las llantas de los carros salpicaban las huellas de un llanto, ¿de dónde provino? Levanté la cabeza y dos aves zuranas viraban con una simetría sorprendente. Quise escribir y alejar ese espectro que me llevaba a una lid multidireccional. Bifurqué –como suele ser costumbre– la poca experiencia y la temible razón, fue otra premonición porque el pie derecho se me comenzó a mecer y un sismo interno junto de una gran comezón alteraban mi temperatura corporal, recordé Echoes de Pink Floyd, Luís sollozaba y yo permanecía parado frente a él, hasta que la canción concluyó (cayendo mis pensamientos en las pausas entre chasquido y chasquido) y le dejé un par de llaves llenas de mutismo, permitiendo a la aprensión sea el devorador de mis palabras…

Un brazo se erigió entre todo, un taxi pasó vacío como una burbuja en soslayo, su rostro apenado sobresalió, tenía el cabello crecido y la barba puntiaguda, se acomodó el cuello de la casaca negra que llevaba húmeda. Miró hacia el templo. Sus cejas cubrían un par de luceros que desde el fondo me llenaban de temor. Era reconocible: las ondas de su cabello caían como cuerdas flojas a su rostro. Era increíble verlo así y esa postura propia: emanando garbo.

El papel comenzó a ser la hembra de la tinta negra, su semilla volátil, la feromona del día y la germinación enredada entre labios.

–Necesito que me liberes de este nudo.–Yo, simplemente verlo.

Sus pestañas tomaron todo el color negro posible porque su piel bajo la luz roja iluminaba como el alba, fundido al ritmo de ciertos movimientos ondulantes sobre unas sábanas púrpuras; los aguijones empalidecidos rozaban los músculos más fuertes, el submarino en una misión importante alumbraba con un haz de luz iterante aquellos dos ojos, los recipientes de agua y sal. Los suspiros intentando ser furtivos bajo la flexibilidad de dos olas arrulladoras.

–Filamentos, sólo filamentos.
–Mi pábulo.–Venia.–Para todos los que vinieron después.–Y todos los que se desvanecieron antes.

De algún lugar y de algún momento del universo surgió un reloj.

–Tic-tac.
–Acabará.
–Tic-toc.
–No en el papel.
–Tic…
–Y… ¿la tinta?

La efusividad dejaba de transformarse en sudor y dos manos acuosas se separaron.
¿Eran las mías? ¿Eran las tuyas? ¿Eran las de él?
Cubrieron el sofoco.
Los planos de luz añil se colocaron alrededor de la ciudad mientras la gente se hacía dúctil entre las calles como si estuviesen tejiendo algo.

Di el último aliento de intento, quería imaginarlo. Pero el lapicero cayó, rodó hacia la pista y un carro lo aplastó.

Sonó el aparato ése, lo saqué de mi bolsillo izquierdo y un arco formó hasta la pista. Creí abrir la puerta sin llaves. Él me dejó algo, no quise responder, me concentré en sus clavículas e instintivamente se acercó.
–Bebe de las aguas mansas.
–Hombre de los resoplos.
–Fue un par de años.
–Más o menos.
–No lo pensaba.
–Tal vez yo sí.
Y la presión me subió.

El botones no se encontraba y llamé a la esbelta señorita que me observaba a poca distancia.
–No tengo las llaves.
–¿Cuál es su número?
–Ése.
Abrí la puerta y me tiré la cama desordenada que se me presentaba como un paraíso, me toqué la nariz que aún tenía rastros de sangre. Caí con pesadez a la somnolencia, abrí un ojo y su reloj plateado se empañaba con la mitad de mi rostro. Lo cubrí con una mano y olfateé. Dormí.

–Te llamé cuando llegué y estaba apagado.
–Se me cayó.
–Ummm.
–Igual puedo recuperar el mismo número.
–¿Tienes hambre?
–De qué.
–De lo que menos te gusta.
–Haberme alejado de mi familia.
–Mira.
–Eso sí… me mantendrá activo.

La mayoría de veces que me quedaba prendido a cada parte de su cara, una sonrisa simple siempre lucía, me reconfortaba y más después que se sentía avergonzado, aunque dentro de ese tiempo sus cejas umbrosas no me permitían distinguir el lenguaje de sus córneas.
Si me encontraba allí, era porque él esperaba la respuesta, me contuve, sin embargo, de sus formas emanaron cicatrices y no tuve más remedio que aislar mi deseo y entregarme a la suavidad otorgada –en ese entonces– por la tarde.
–Me encontré…
–Yo también…

Sonreímos.
Reímos un poco y la habitación fue apoderada por un imperio, el de la oscuridad constante, la que estuvo el día que pude encontrar mi propio espejo cargado de luz y que hasta ese momento sólo había estado escapando.

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